

Bienvenido a mi perfil. Mi nombre es Carlos y soy el creador de Masajes Ananda, además de coach, masajista, creador de contenido y, ante todo, un ser humano como cualquiera en este planeta.
Sé lo importante que es un currículo profesional, pero para poder entender mejor qué hago, por qué, para qué y para quién lo hago, es más importante para mí contar parte de mi historia, porque es justo allí donde nace la esencia de mi trabajo. Y voy a hacerlo de la manera más clara y sincera posible, sabiendo que, aunque lo que voy a compartir aquí pueda resonar con muchos, no es la verdad sobre todas las cosas, solo es mi experiencia.
Mi historia, como la de muchos, es un viaje lleno de experiencias tan difíciles como transformadoras que me han llevado a la reconciliación conmigo mismo. Y comienza no el día que decidí dedicarme a los masajes, ni el día que obtuve mi primera certificación, sino mucho antes, en mi infancia, que para mí es quizá la etapa más importante en la vida de cualquier ser humano.
Es justo allí donde se va dando forma y sentido a quién y qué somos o, más bien, a lo que se supone que somos y hemos de llegar a ser.
A grandes rasgos, tuve, por un lado, lo que muchos considerarían una infancia dichosa, plena, bonita, con sus más y sus menos. Crecí en el seno de una familia grande. Ambas ramas, la materna y la paterna, desde que tengo conciencia, me hicieron sentir seguro, querido, apoyado, validado, reconocido, guiado y acompañado.
Me cuidaron y me protegieron, dándome a su vez el espacio, el respeto y la autonomía suficientes para poder expresarme, desenvolverme y ser yo mismo. Me enseñaron a ver mi potencial, a creer en mí y en mi capacidad para conseguir lo que me propusiera, a superar y trascender mis miedos, a reconocer mis limitaciones y a superarlas. Me enseñaron a valorar cada esfuerzo, por grande o pequeño que fuera. Y, sobre todo, me enseñaron el valor y la importancia de saber cuidarme y valerme por mí mismo, a la vez que cuidar y apreciar a quienes quiero y a todos en general. Me enseñaron a respetar a todos, incluido a mí, a cuidar y cultivar mis vínculos y mis relaciones, a expresar mis opiniones y mis sentimientos, y a compartir, a dar y a recibir.
Valores como la responsabilidad, el compromiso, el respeto y la lealtad me fueron entregados desde muy pequeño. También la gratitud, la confianza, la empatía, la solidaridad, el autocuidado, los límites y el amor.
He de decir que no sufrí abandono, pérdida de personas vitales para mí, ni abusos sexuales, ni maltrato físico ni vejaciones. No sufrí accidentes ni enfermedades graves, ni tuve que renunciar a mi infancia para trabajar, cuidar o mantener a otros. Mis respetos y un abrazo sincero a quienes sí han pasado por situaciones similares.
Sin embargo, no todo fue color de rosa. Las cosas empezaron a cambiar para mí en el mismo instante en que empecé a tener consciencia de que había algo en mí que no era “normal”. O, más bien, me hicieron tomar consciencia de ello. Algo que era etiquetado como “malo” por el entorno, que era abiertamente criticado, juzgado, rechazado y condenado, y que ponía en riesgo toda la seguridad, el apoyo y el equilibrio que hasta entonces disfrutaba.

Desde muy pequeño, antes de que yo supiera siquiera lo que era la homosexualidad, ya había gestos y actitudes que molestaban a los adultos a mi alrededor. Entonces empezaron las advertencias:
"No hables así", "No suspires así", "No te rías así", "No te pongas las manos allí", "No hagas esos gestos con las manos", "No levantes el meñique de esa forma", "Los niños no hacen eso, eso es de niñas"…
Fueron los primeros llamados de atención que recibí.
Sí, soy homosexual. Lo sé, sé que no soy el primero, ni el único, ni el último. Aunque por aquel entonces no tenía ni idea de lo que significaba serlo, solo sabía que había ciertas conductas en mí que “no estaban bien”, que “no eran propias de un varón”. Y aún puedo recordar el miedo que sentía. Vivir durante muchos años cuidado y rodeado de amor, mientras sentimientos de temor, culpa y vergüenza empezaban a crecer en mi interior, es como habitar entre el cielo y el infierno.
Crecer en un entorno protector (sin ser sobreprotector) y a la vez homófobo es muy duro. La disonancia que causa el experimentar que quienes te quieren son los mismos que más adelante te rechazarán es devastadora.
Es como descubrir que la mano que te acaricia hoy mañana será la que te golpee. Que la misma que te cobijó, te cuidó y te protegió, es la que te lo arrebatará todo por no ser al 100% lo que esperaban que fueras.
Puede que mi experiencia, como la de muchas otras personas que se han visto en una situación similar, fuera consecuencia de la educación que recibieron quienes nos precedieron, de sus modelos mentales de lo que era considerado "normal" o "correcto". Seguramente, hicieron lo mejor que pudieron y supieron con el conocimiento y la comprensión que tenían en ese momento. Y entenderlo, aceptarlo, proporciona cierto alivio, ayuda mucho a perdonar y a recuperarse.
Pero es innegable que una experiencia como esta deja una profunda herida de rechazo, entre otras consecuencias.
Rechazo que se recibe, y auto rechazo que se interioriza.
Aprendí que parte de mi naturaleza era mala, defectuosa, una aberración. Aprendí que ser homosexual significaba ser mala persona, una vergüenza para la familia. Que era una condena segura a morir de una enfermedad de transmisión sexual —así se pensaba en aquella época—. Que nunca llegaría a tener éxito en la vida, y que lo único que merecía era ser rechazado, despreciado, humillado y ridiculizado por ser una persona sin valor para la sociedad. Que nadie jamás me querría, y que, si alguien llegaba a quererme, lo haría solo mientras cumpliera con sus expectativas.
Así aprendí a temer una parte de mí mismo, a ver mi orientación como algo que debía ocultar, negar y rechazar si quería sobrevivir y ser querido. La educación que recibí me enseñó a dudar de mí, de mi valor como ser humano. Y con el tiempo, aquella herida me llevó a buscar en los demás la aprobación y el amor que no recibió esa parte de mí, y que, por tanto, no encontraba en mi interior.
Así empezó una batalla silenciosa contra una parte de mí que no pedí tener y que, con los años, entendería que no debía librar.
Buscando un nuevo comienzo, emigré creyendo que, si me apartaba de todos y dejaba atrás mi pasado, me liberaría de todo aquello. Con lo que no contaba era que, por mucho que dejara atrás mi vida y todo cuanto conocía para empezar de nuevo, aquel aprendizaje había calado en mí y sería lo que determinaría mis experiencias durante varios años más.
Las circunstancias de ese momento me llevaron a un punto crítico: estaba en una situación de precariedad, emigrante ilegal, sin dinero, sin apoyo ni familia, casi en la calle. Contando solo conmigo, con mi cuerpo y mis conocimientos, decidí dedicarme al trabajo sexual, la profesión más antigua del mundo, creyendo que sería una forma rápida de ganar lo necesario para sobrevivir.
Sin embargo, con el tiempo, esta decisión me dejó una sensación aún más grande de vacío e insatisfacción, con secuelas emocionales profundas. Me sentía como un objeto, utilizado y desconectado de mí mismo, un medio para satisfacer las necesidades de otros. Además, me refugié en hábitos, relaciones y comportamientos que me ofrecían una ilusión de validación y afecto, pero que, al final, solo aumentaban mi sensación de vacío y alejamiento de lo que realmente necesitaba: amor propio.
Hubo momentos en los que lo único que quería era acabar con todo. Incluso lo intenté.
Por suerte para mí, en esto también fracasé.

Este malestar fue el motor que impulsó la necesidad de un cambio interior.
Empecé a buscar dentro de mí, a explorar mi pasado, a indagar en mis heridas, mis historias no contadas, mis inseguridades y los patrones destructivos que había estado repitiendo, y a reconocer cómo había llegado a ese punto. Me atreví a cuestionar mis creencias y expectativas, preguntándome qué necesitaba para sentirme realmente bien conmigo mismo.
Al principio lo hice por mi cuenta, de manera autodidacta, y años más tarde, acompañado por tres profesionales que me guiaron en ese proceso.
Fue un viaje difícil pero necesario, donde aprendí a reconocer mi verdadero valor, independientemente de las opiniones externas. En lugar de seguir buscando la validación a través de los demás, aprendí a darme amor y aceptación a mí mismo y a compartirlo con los demás de forma sana y equilibrada.
Fue entonces cuando decidí transformar no solo mi profesión, sino la intención que había detrás de ella. Dejé de ser alguien que simplemente satisfacía deseos o impulsos a cambio de validación, y me enfoqué en algo más profundo: ayudar a otros a sanar su relación consigo mismos.
Me propuse acompañar a mis clientes en un viaje de autodescubrimiento y reconexión con su propia identidad, sin juicios ni exigencias. Mi trabajo se convirtió en un espacio seguro para explorar cuestiones esenciales como la autoimagen, la autoestima, los complejos y las inseguridades, y para cuestionar la presión social, las exigencias y las creencias limitantes que todos llevamos a cuestas. Usaría mi experiencia para ayudar a otros hombres a reconocer y sanar esas heridas de las que yo mismo venía.
Comencé a aceptar y a valorar todo lo que soy, descubriendo que esa paz y completitud que tanto ansiaba solo podían venir de mi propio ser.
Hoy, a través del masaje y la práctica de una conexión plena con uno mismo, acompaño a otros en su camino de autovaloración, para que dejen de ser lo que creen que los demás esperan de ellos y empiecen a acercarse a lo que realmente son, con todo el amor y respeto que se merecen.
Un masaje en el que cuerpo y mente se entienden como una unidad. Para mí, no se trata solo de tocar el cuerpo de alguien; se trata de ofrecer un espacio para reconectar con uno mismo, aceptar todas las partes que nos conforman sin etiquetas ni máscaras, sin la necesidad de demostrar nada a nadie, y permitirse experimentar el bienestar desde lo más auténtico.

Cada sesión es una oportunidad para que mis clientes se sientan bienvenidos en su propio cuerpo y suelten, aunque sea por un momento, el peso de las expectativas y el juicio. Un instante de pausa para escucharse, sin prisas ni exigencias.
Hoy veo mi historia como una prueba de que incluso las vivencias más difíciles pueden transformarse en aprendizajes valiosos. Mi intención no es sanar a nadie, ni guiarles en un proceso terapéutico.
Lo que ofrezco es una experiencia que invita a tomar consciencia, a prestar atención a ese diálogo interno y a preguntarse, si así lo desean, qué aspectos de su vida o su relación consigo mismos podrían necesitar un cambio o una mirada más compasiva.
No es un camino inmediato ni sencillo, y cada uno tiene su propio ritmo y su manera de recorrerlo. Yo simplemente acompaño desde mi experiencia y desde el respeto absoluto por los procesos personales de quienes deciden compartir ese momento conmigo.
Hoy me siento más fuerte, más en paz y más libre. No me considero un ejemplo ni un modelo a seguir; solo soy alguien que ha aprendido a aceptar su historia y a encontrar bienestar desde un lugar más genuino. Si mi experiencia puede servir de inspiración para que otros hombres dejen de sentirse mal por ser quienes son, entonces habrá valido la pena compartirla.
Mi trabajo está enfocado en crear un espacio donde los hombres puedan sentirse seguros de explorar su autenticidad, cuestionar las presiones sociales y los estigmas que nos condicionan, y empezar a reconciliarse con su propia imagen y su cuerpo desde el respeto y la libertad.
Sé que mi propio viaje no ha terminado.
Sigo aprendiendo, creciendo y compartiendo, agradecido por cada persona que confía en mí para acompañarle, aunque sea un pequeño tramo de su camino.
Si sientes que te vendría bien un espacio así, aquí estoy.